El frío se calaba hasta los huesos, le pesaban las horas de vigilia en la trinchera. A pocos metros de allí la línea enemiga se embutía en una nube de espesa niebla.
Esperaban un ataque en cualquier momento, por eso bajo el casco gélido sus ojos escrutaban la oscuridad. Debía dar el alto al menor atisbo de movimiento, comprobó que el seguro de su fusil se hallaba suelto por si tuviera que disparar, y cantó una canción para sus adentros.
Bajo el bolsillo de la camisa, guardó apretada junto al pecho la foto de su familia: sus padres y su hermano Javier que justo ese día cumplía los dieciséis. Sonrió, sentía el tacto de su nariz entre sus manos pues jugaban a tirar de ella con frecuencia. Contemplaba el pelo rubio, lacio, que se le proyectaba disparado con divertidos torbellinos sobre la coronilla, y una mata que dejaba caer sobre sus ojos con aquellos intensos gajos índigos. Un nudo se agarró a sus tripas cuando le recordaba. Con dieciséis, seguramente a estas alturas le habrían reclutado ya.
Su pueblo quedaba en la frontera de los bandos, de hecho algunos al estallar la guerra se mudaron a los aledaños para evitar que los capturaran unos u otros.
Luis se alistó enfebrecido el mismo día del anuncio de la contienda, los himnos resonaban festivos como panegíricos del perfecto soldado. Les trataron como a héroes. Creyó que cumplía con su obligación. Honor, pueblo, patria y libertad se atornillaron aquel amanecer en su cabeza entre los efluvios del orujo recién destilado.
A las pocas jornadas comenzó la guerra de verdad. A Fernando, su vecino le fusilaron frente al cementerio, todos sabían la razón. ¡Pero ... si ese hombre no entendía de política, nunca le gustó, tampoco los abusos! Su casa destacaba por su grandeza en varios kilómetros alrededor, casi una mansión con aquel camino en la entrada donde los álamos balanceaban su sombra generosa. El trato de Fernando destacaba por su sencillez y trabajaba como el que más. A menudo, al columpiarse los primeros rayos por la ventana su silueta se coló franqueando la verja del portón .
Esa misma noche también arrastraron de su hogar a Pascual y al chico de la Encarna entre los gritos de ésta. Ésos, más pobres que las ratas. Nadie podía explicarse qué ocurría realmente o por qué.
Les colocaron frente a la pared sin juicio previo, sin juez, al amparo de la oscuridad con un pretexto banal dispararon a quemarropa después de obligarles a cavar su propia tumba.
Así las horas del crepúsculo se convirtieron en largos calvarios de sueño inconciliable, nadie podría jurarse a salvo de la envidia, del dedo acusador. Si golpeaban con los nudillos una puerta bajo el manto de la oscuridad, un silencio sepulcral invadía la calle, ni siquiera los perros osaban ladrar cuando el sonido de las botas se clavaba contundente sobre los adoquines.
Las casas de los finados rápidamente fueron ocupadas, algunas destinadas a cuarteles de avituallamiento y otras simplemente pasaban a ser propiedad de la familia o amigos de los mandamás.
Muchos se echaron al monte, Luis al principio no les comprendía, aunque al parecer, del otro lado los rumores contaban que también se mataba a sus paisanos para salvar a la patria, en nombre de la misma libertad. Durante aquellos días, descubrió que no existía una sola verdad. Los discursos no eran sino diatribas que se esgrimían a modo de justificación.
La gente comenzo a mirarse de reojo, con cuidado de fraternizar en secreto, nunca a la vista de los demás. Se formaron grupúsculos que alimentaban componendas acordes a sus estrategias.
Y por primera vez , a los dieciocho años descubrió que existía otra dimension de las personas, de la vida que nunca imaginó. Entre la miseria reconoció sus caras y las verdaderas motivaciones de la intransigencia, el sabor amargo de la perversidad.
Esperaban un ataque en cualquier momento, por eso bajo el casco gélido sus ojos escrutaban la oscuridad. Debía dar el alto al menor atisbo de movimiento, comprobó que el seguro de su fusil se hallaba suelto por si tuviera que disparar, y cantó una canción para sus adentros.
Bajo el bolsillo de la camisa, guardó apretada junto al pecho la foto de su familia: sus padres y su hermano Javier que justo ese día cumplía los dieciséis. Sonrió, sentía el tacto de su nariz entre sus manos pues jugaban a tirar de ella con frecuencia. Contemplaba el pelo rubio, lacio, que se le proyectaba disparado con divertidos torbellinos sobre la coronilla, y una mata que dejaba caer sobre sus ojos con aquellos intensos gajos índigos. Un nudo se agarró a sus tripas cuando le recordaba. Con dieciséis, seguramente a estas alturas le habrían reclutado ya.
Su pueblo quedaba en la frontera de los bandos, de hecho algunos al estallar la guerra se mudaron a los aledaños para evitar que los capturaran unos u otros.
Luis se alistó enfebrecido el mismo día del anuncio de la contienda, los himnos resonaban festivos como panegíricos del perfecto soldado. Les trataron como a héroes. Creyó que cumplía con su obligación. Honor, pueblo, patria y libertad se atornillaron aquel amanecer en su cabeza entre los efluvios del orujo recién destilado.
A las pocas jornadas comenzó la guerra de verdad. A Fernando, su vecino le fusilaron frente al cementerio, todos sabían la razón. ¡Pero ... si ese hombre no entendía de política, nunca le gustó, tampoco los abusos! Su casa destacaba por su grandeza en varios kilómetros alrededor, casi una mansión con aquel camino en la entrada donde los álamos balanceaban su sombra generosa. El trato de Fernando destacaba por su sencillez y trabajaba como el que más. A menudo, al columpiarse los primeros rayos por la ventana su silueta se coló franqueando la verja del portón .
Esa misma noche también arrastraron de su hogar a Pascual y al chico de la Encarna entre los gritos de ésta. Ésos, más pobres que las ratas. Nadie podía explicarse qué ocurría realmente o por qué.
Les colocaron frente a la pared sin juicio previo, sin juez, al amparo de la oscuridad con un pretexto banal dispararon a quemarropa después de obligarles a cavar su propia tumba.
Así las horas del crepúsculo se convirtieron en largos calvarios de sueño inconciliable, nadie podría jurarse a salvo de la envidia, del dedo acusador. Si golpeaban con los nudillos una puerta bajo el manto de la oscuridad, un silencio sepulcral invadía la calle, ni siquiera los perros osaban ladrar cuando el sonido de las botas se clavaba contundente sobre los adoquines.
Las casas de los finados rápidamente fueron ocupadas, algunas destinadas a cuarteles de avituallamiento y otras simplemente pasaban a ser propiedad de la familia o amigos de los mandamás.
Muchos se echaron al monte, Luis al principio no les comprendía, aunque al parecer, del otro lado los rumores contaban que también se mataba a sus paisanos para salvar a la patria, en nombre de la misma libertad. Durante aquellos días, descubrió que no existía una sola verdad. Los discursos no eran sino diatribas que se esgrimían a modo de justificación.
La gente comenzo a mirarse de reojo, con cuidado de fraternizar en secreto, nunca a la vista de los demás. Se formaron grupúsculos que alimentaban componendas acordes a sus estrategias.
Y por primera vez , a los dieciocho años descubrió que existía otra dimension de las personas, de la vida que nunca imaginó. Entre la miseria reconoció sus caras y las verdaderas motivaciones de la intransigencia, el sabor amargo de la perversidad.
1 comentario:
Muy logrado. Una intro que me une emocionalm al protagonista y a la situación q está viviendo: texto y lector se funden en una misma realidad. Luego,la descripción breve pero muy realista de lo que fue esa horrorosa guerra en verdad, una tragedia sin sentido. Finalmente, una conclusión filosófica sobre la naturaleza humana.
Me lo he creído todo. Estoy con Luis y estoy triste porque no me gusta lo q estoy viendo (bueno, lo que veo a través de él).
Felidicades, Mimí, es chulísimo.
Publicar un comentario