jueves, 29 de abril de 2010

Un Carraspeo a las Doce ¡¡Pasa si puedes , tontaina!!


Sonaron dos aldabonazos sordos, eran las doce, , me  acababa  de acostar, y titubeé.
 ¿Quién puede ser a estas horas?
Desde la salita la voz argentina de las campanadas se dilató... y Doce,  otra vez,
recelé y como no me apetecía bajar esperé para comprobar  si era un error,
 nadie con sentido común golpea tu puerta a medianoche.

Transcurrieron varios minutos y poco a poco me f u i    r e l  a   j   a   n      d     o,
apagué la luz dispuesta para unos dulces sueños.
 Pero irrumpió desde la misma entrada, atravesando el zaguan y subiendo uno  a  uno los peldaños de las escaleras  una voz GRave, cavernosa,  ATRONADORA y como una MAZA tomando impulso en el aire,
golpeó de nuevo la manilla de metal en ...
Uno,
 Dos,
Tres, ...
hasta Doce golpeteos.

El eco quedó revoloteando en mis tímpanos ateridos de miedo, y puede que de frío.
Se oyo un carraspeo y después...
 ¡ABRE YA!    Grunó con la fiereza de una fiera.
 Y ...se desgarró en hifas sinuosas  que penetraron a través de la herrumbrosa cerradura,  y subieron en cascada
y yo, cobarde, me tapé con las sábanas.
 ......    ......      ...
hasta que un chirrido intentando romper las bisagras me enfureció y espoleada por una fuerza atávica dije:
Pasa si puedes, tontaina!
(La que arme!!)

Parecía que tras la puerta de mi cuarto una bestia herida asaeteaba con gruñidos  la hierática masa de madera perfectamente rasssurrrada.
Y cuando se cansó de esa estrategia puso en hora todos los relojes de la casa para que los tic-tac me marearan,
 luego encontró las viejas campanillas  de mi tía abuela y se apresuraba a sacudirlas  con impaciente desespero, cacareado Campanilleo.
De pronto una suave voz  de lira rota, infantil, me taladró con fingida dulzura silbando un bemol, como una cuerda delicada y aterradoramente falsa.

VEN me dijo TE ESTOY ESPERANDO
Sin saber qué hacer y con una aplastante certeza de lo terrible que me esperaba tras la mirilla resolví tirarme por la ventana

Cuando me lanzaba rasgando el aire frío  laceré la noche con un aliviador GRITO,
  Vi en el suelo  un personaje cadavérico riéndose esTenTóreamente
al tiempo que afilaba  complacido su guadaña.

viernes, 16 de abril de 2010

Dos patas para un banco.El pintor y el caballero de la mano en el pecho.




Toqué la  piel pálida , aquella que no se veía bajo trajes tan pesados, en la rugosidad de la pintura.
Bajé hasta  palpar la mano apoyada sobre su pecho, un escalofrío me recorrió todo el cuerpo, estaba fría. Podía sentir como transcurría la sangre lentamente, saturada, en su viaje de regreso.
Palpité con la fiebre del pintor atrincherado frente a su presencia  detrás del caballete y el tacto de su.... de tu rostro me abrasó las manos. ¡Se pegaban igual que cuanto tocas hielo con los dedos mojados!. Tan sólo tus ojos negros suavizaron las punzadas  de mis dedos al adherirse e intentar desprendese en vano del frío contacto.
Las pupilas vibraban, ví un pestañeo , y exámimé mi alrededor.
Aquel museo estaba atestado de gente .
Volví a posar la mirada en tí y, entre los bigotillos, en aquellos labios finos,  vislumbré la postura de un beso.
 
Me caí de espaldas, literalmente sobre el vacío, y  ... de pronto me encontré sentada en aquel banco frente a frente.
 
Todos continuaban a lo suyo. Dos señores se colocaron a los lados del retrato y comentaron qué pensaría el artista de tan noble hidalgo. Mi voz salió disparada, incontenible, incomprensiblemente alta.
 
    -Pensaba que bajo el blanco y negro, bajo el oscuro, escueto y elegante ropaje se encontraba audaz el fuego; a pesar de que el caballero se sentía tremendamente melancólico.
 
Me miraron, se miraron. Sin dejar de sonreir y me dijeron :
 
    - ¿Cómo lo sabes?
 
Les dije:
 
    -Le he tocado y el artista no era él sino ella, la artist@. Como condición para pintarle, primero se propuso probarle.

Luego..., todos desaparecieron  y ...

Mi cuerpo seguía pegado a aquel  lienzo, quémandome. Abrasado en la austera luz que iluminaba su figura, sintiendo el filo de la espada junto a mi pierna y el tacto blanco de las filigranas en su " puñeta" perfectamente calada. 
Retornaron sus ojos a vibrar frente a los míos, temblando le susurré :

    - Es muy tarde, debo irme.

De súbito sentí un suave cosquilleo en la superficie de mis labios, una caricia ténue y excitante.
 
    -Mañana, vuelve a buscarme.

Y estaba allí, de nuevo, sentada en aquel banco .

Mientras una voz femenina hablaba acariciando las palabras:

  •       -Señores y señoras, en breves momentos el museo cerrará sus puertas. Les agradecemos su visita. Recuerden que los horarios de ...

  Al tiempo que me levantaba le miré por última vez y musité:

    -Mañana volveré a buscarte, hidalgo caballero.

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Comencé a escribirlo, le conocía tan bien... Era como si el siempre hubiera estado a mi lado... y , caí en la cuenta. ¡Claro! ¿Cómo no lo comprendí antes?
Os lo presento, el se llama “El Caballero de la mano en el pecho” y si quisierais verlo de cerca se encuentra en el Museo Nacional del Prado.  Su autor real fue Domenicos Teotocópulos, “el Greco” en la época Renacentista, este sigue una corriente Manierista, muy natural, tanto que yo creo que puede hablar.



Esto lo he tomado de Shi
Gola o Golilla, el babero calado en blanco que rodea su cuello.
La gola o golilla es una prenda propia a iguales tanto de damas de respeto como de gentilhombres de la más alta cuna. Se solía llevar con un jubón de cuello alto en el caso de los hombres, y con cualquier prenda de mujer que también subiera la gola. Es una prenda sobradamente conocida y usada en toda Europa por igual desde el XVI hasta el XVIII.

miércoles, 14 de abril de 2010

¡¡El viento!!

.
.


Aire en movimiento... ¡Viento!




Me dirigía a  la parada del bus un día a comienzos del otoño, el viento soplaba con todas sus fuerzas.
 ¿Sabéis? ¡A él no se le ve a simple vista!
Pero yo sentía su mano empujándome durante todo el trayecto,  y no quiero pasar por loco, aunque… ¡También me habló! No os lo vais a creer,  me dijo que era un mal día para ir en bus porque se encontraba un poco morriñoso. Cuando eso le sucede, al señor viento le da por soplar y soplar, y a veces las casas se levantan suspendidas en remolinos, y en su ojo puedes permanecer muchos kilómetros.
-Es fascinante, aseguró. ¡Y  también muy peligroso!
Así que a pocas manzanas ya de la estación, agotado como estaba  de tan amables empujones, con el pelo alborotado y las cejas que parecían las de un gato me detuve  en la primera boca del metro.
Bajé las escaleras sacudido ahora por una marea de cuerpos humanos, y luché para desprenderme de esa corriente. Saqué de mi maletín el uniforme de los sábados mientras me quitaba  mi viejo abrigo de lana  y el sombrero de fieltro. Al tiempo que  comenzaba a maquillarme sentí cómo los rostros de los  caminantes comenzaban a  dibujarse como seres individuales, ahora  de la marea aparecieron unos coletines, y luego dos manos enlazadas.
-¡Mamá!, ¡mira, un payaso!
Del bolsillo de la derecha tomé una cartulina y con mi rotulador rojo  comencé a escribir:
-ANUNCIO para  los viajeros  con destino al  Sábado literario de Mercedes. Si desean obtener sus entradas acudan aquí.


Un señor con expresión huraña se plantó allí mirando; entonces con un gesto le levanté la mano, como parecía congelado le colgué el cartel y lo giraba de vez en cuando.
La señora con su niña sacó su cartera y preguntó:
-¿Cuánto es?
Tomé mi maletín, la calculadora, y le aseguré:
-¡No tiene usted vidas para pagarlo!
La pequeña me sonrió, alzó la mano y al vuelo cazó una brizna de viento.
-¡Aquí lo tengo!
Del  bolsillo del pantalón saqué una botella al principio minúscula, tomó cuerpo hinchándose cada vez más grande a medida que asomaba. Aunque como iba a contener una brizna se quedó  enana, la descorché y un remolino tremendo atrajo la mano de la pequeña.
-¡Ábrela!-, grité
Cuando la abrió,  la brizna se introdujo sola formando un torbellino  verde muy bonito.
Entre línea y línea de metro apareció en el andén suspendida   una nueva locomotora; la gente  formaba en  fila india, cada uno con su propio maletín y su soplo o su brizna,  su exhalación, su aliento, un bufido, un susurro, un silbido, un suspiro… contenidos en sus manos.
Tomé mi repuesto de botellitas en vidrio y  me coloqué mi visera de  revisor.
Una vez sentado en la máquina, pensé que podía ser un ‘déjà vu’. -¡Pero no!-, me dije.  Conduzco con regularidad este tren y mis viajeros son de lo más  rutinarios  y sus  oficios de lo más monótono: uno es  mercader del  tiempo,  otra lanza Susurros a diestro y siniestro, (todos parecen poseer un elemento en común, me temo que les  encantan los gatos). Incluso un tal  Pipirigayo,  se dedica a hacerme  retratos. A ver si os gusta como quedo.  Y bueno, no os entretengo más que hay arrancar ya.
 -¡¡¡¿Preparados? ¿Listos? Ya!!!                   
¡Agarren el viento!  



Columpiándonos en la tarde, yo y mi calavera.

Yo y mi calavera .


Camino, me pierdo entre mis pensamientos que bailotean columpiándose en la tarde.

Subo un pie y una nube se aleja, lo bajo y se detiene mirándome aturdida.

-¿Hacia dónde vamos?

Eso me pregunto yo, le digo a mi coqueto espejito mágico:

-¿Adónde iremos que no me persiga tu imagen guiñándome un ojo?.


Quisiera despegarte de mi cabeza, dejarte fuera, pero la musiquita se me ha adosado,

y sin quererlo yo, las notas se acomodan en las nubes y para colmo la letra va debajo.

Sigue tarareando: -¡Así de calavera…A mis cuarenta y pocos tacos…!



Ya se que quizá no sea la versión original de la canción, el caso es que me dejaba arrastrar por la calle siguiendo los pasos cotidianos y alguien la iba cantando detrás de mí.

Sonaba como un concierto para dos, pues no había nadie más, sólo él y yo,

la verdad, no lo hacía nada mal. Adapté mi paso al suyo hasta que acabó.

En el tiempo de los aplausos me fugué del escenario.



Aunque desearía que esto fuera sólo una anécdota más, al ver que la música no se despega de mí, regresé después de varios días de probar a escuchar la radio, la tele, hasta un concierto de violín con tal de despojarme de la dichosa canción

como eco en mi interior . Luego, le he buscado en vano a él, el cantante anónimo que ahora se que no andaba al azar sino que seguía mis pasos buscando deshacerse de la canción, como ahora yo.¡He probado hasta con una copla!.

Incluso intenté darle esquinazo simulando un blues mientras bajaba la escalera.


De pronto una bombillita ha incendiado sus hilos y me he lanzado detrás

del primer transeúnte que ha pasado cantando:


-¡A mis cuarenta y pocos tacos ….Así sigo de guapo. Así de calavera!


Mimí


El Blues De Lo Que Pasa En Mi Escalera

(Joaquín Sabina)

El más capullo de mi clase (¡que elemento!)
llegó hasta el Parlamento
y, a sus cuarenta y tantos años,
un escaño
decora con su terno
azul de diputado del gobierno.
Da fe de que ha triunfado
su tripa, que ha engordado
desde el día
que un ujier le llamó su señoría
y cambió a su mujer por una arpía
de pechos operados.

Y sin dejar de ser el mismo bruto
aquel que no sabía
ni dibujar la o con un canuto.

El superclase de mi clase (¡que pardillo!)
se pudre en el banquillo
y, a sus cuarenta y cinco abriles,
matarile,
y a la cola del paro
por no haber pasado por el aro.
Vencido, calvo y tieso
se quedó en los huesos
aquel día
que pilló a su mujer en plena orgía
con el miembro del miembro (¡que ironía!)
más tonto del Congreso.

Y sin dejar de ser el mismo sabio
que, para hacer poesía,
sólo tenía que mover lo labios.

Y yo que no soy más
listo ni tonto que cualquiera,
a mis cuarenta y pocos
tacos,
ya ves tú,
igual
sigo de flaco,
igual de calavera,
igual que antes de loco
por cantar,
por cantar el blues
de lo que pasa en mi escalera.

La más maciza de mi clase (¡que cintura!)
cotiza la hermosura
y, a sus cuarenta y pico otoños,
hasta el moño
del genio del marido,
huyó con otro menos aburrido.
Tanto ha prosperado que un Jaguar ha estrenado
el mismo día
en que la divorció de la utopía
un talón con seis ceros que le había
firmado un diputado.

Y sin dejar de ser la seductora
bruja que escondía
bajo la falda una calculadora.

Y yo pobre mortal,
que no he gozado sus caderas,
a mis cuarenta y pocos
tacos,
ya ves tú,
igual
sigo de flaco,
igual de calavera,
igual que antes de loco
por cantar,
por cantar el blues
de lo que pasa en mi escalera.

Por lo demás ni más
ni menos larga que cualquiera
a mis cuarenta y pocos
tacos,
ya ves tú,
igual
sigo de flaco,
igual de calavera,
igual que antes de loco
por cantar,
por cantar el blues
de lo que pasa en mi escalera,
por cantar el twist
de las verdades verdaderas.

Por cantar... el bolero que canta mi portera.
Por cantar... una rumba gitana y canastera.
Por cantar... aquel tango el día que me quieras.
Por cantar... loco por incordiar a los horteras.
Por bailar... bajo la lluvia sobre las aceras.
Por cantar... vallenatos que amansen a las fieras.
Por cantar... hasta que salga el sol por Antequera.
Por cantar... con mi primo Rosendo a su manera
de vivir..... siempre con gente, siempre solateras.
Por cantar... el rock and roll de las gasolineras.
Por cantar... un merengue pegado a una palmera.
Por cantar... camino de la Habana una habanera.
Por cantar... un mambo con smoking y chistera.
Por tocar.... esa guitarra carabanchelera.
Por cantar... hoy en Pekín, mañana en Talavera.
Por cantar... el bugui-bugui de las carreteras.
Por cantar... allá en el rancho grande una ranchera.
Por cantar... como si el almanaque no existiera.
Por seguir... dando el cante hasta el día que me muera.
Por cantar... un calipso contra la ley Corcuera.
Por cantar... si pones otra ronda, tabernera.
Por cantar... en la calle, en el curro, en la bañera.
Por cantar... menos un bakalao lo que quieras.
Por silbar... al paso de una guapa peluquera.
etcétera.





Se lo dedico a aquellos que cumplen siempre los mismos años.

lunes, 12 de abril de 2010

Te comería a besos


-¡Sólo pruébalo!,  Ricardo la mira divertido, con una sonrisa en la comisura de sus labios que resplandecen con ese jersey rojo de cuello alto.
-No, no quiero,¡ Ni hablar!.
Las carcajadas prorrumpen en  el silencio de la entrada, ella mira con disgusto en dirección a la cafetería, mientras él, todavía más divertido toma el jersey de ella con dos dedos tirando, suave, como en un ruego.
Las distancias se acortan, mientras ella siente el calor de su mirada posarse en el rostro  y en el último segundo gira su cuerpo desprendiéndose de él en dirección a la salida.
En dos brincos, Ricardo se sitúa delante, pegado a su nariz, frente a ella, y le dice con una voz camuflada en un susurro
– ¡No te enfades!
Marieta, rendida, comenta:
- No juegues a esto, no quiero jugar contigo.
El sonríe, y al final adopta un tono serio.
-No es un juego, argumenta:
  •                                            -Te comea a besos.


Casa 
Rural Noviembre aves (10)_2

domingo, 11 de abril de 2010

Mudanzas y Reencuentros

DSC09076_2 acuarela 


Mudanzas y Reencuentros



Sólo quedaban cajas apiladas en la casa de la abuela. Había que hacer limpieza pues la familia decidió venderla con el patio y las caballerizas.


Al subir las escaleras sentí su voz cansada por los años y su respiración fatigosa. Unos peldaños delante de mí vi su falda preferida, negra, con dibujitos grises y su ceñida chaqueta tejida en perlé perdiéndose por la portezuela menuda de aquel desván. Aunque sé que la abuela ya no volvería, sólo en mi memoria, -habitando de nuevo su casa-, ella, retornaba con su voz rasgada como en los últimos años de su vida. Abría las ventanas de par en par para orearla, el frío nunca fue óbice de las corrientes que allí entraran, el sol, quemaba las vigas macizas deslizándose en las motas de polvo de la estancia, la claridad redibujaba el mimbre de las cestas, las cajas apiladas de madera con sus vetas de raíz y devolvía el blanco al estambre de sus toallas bordadas a mano.

Cada primavera, la abuela nos llevaba hasta allí con un:

 -Yo ya no puedo hacer estas cosas, hijas.

En realidad, nosotras, mi hermana y yo, éramos dos mocosas que apenas podíamos ayudarla en algo, pero eso de que nos dejara revolver en los armarios y nos contara las historias de aquellas fotos empañadas por el paso del tiempo , hacía que arrastráramos orgullosas las telas en nuestras brazos cansados sólo por poder escuchar de su voz emocionada el día que conoció al abuelo; cuando a escondidas, una noche, él trepó hasta la ventana de hierro forjado que envolvía la casona y le prometió Amor, cantos de calandrias, niños sanos, una casa en la que fuera la reina, (no le dijo nada de ser la esclava). Entonces sacaba aquella foto tan rara envuelta en un marco de terciopelo rojo. Parecían dos maniquís mirando a la cámara el día de su boda, completamente serios, ¡tan compuestos!, ella de blanco y el de negro, casi como dos muertos con aquellas miradas hieráticas.


 _ ¡Agg!-, decía mi hermana completamente horripilada.


Yo la observaba ¿qué ocurría? Su mirada resultaba completamente enigmática.


Les recuerdo juntos, sentados en aquella enorme mesa familiar, con los hijos y las nueras alrededor, y nosotros, los nietos, revoloteando por la sala. Nunca les vi un beso, ni recuerdo complicidad, aunque de aquellas yo no sabía nada de los matices …

Ahora, con la mirada perdida, las manos posadas en esas mismas vigas y el olor del polvo llenando la estancia, me pregunto si se querían, ¿Se querían después de tantos hijos, sufrimientos y años? 
¿O sólo era así la vida?


23 octubre 2008

sábado, 10 de abril de 2010

Un viaje inolvidable




Un viaje inolvidable
30 Mayo 1960 Tren Sanghai   partió desde Santiago a Barcelona

Trabajé más de cuarenta años en aquella estación. Comencé cuando apenas contaba los veintidós, heredando el oficio por tradición familiar, el silbato, la gorra  de plato, la capa y los zapatos relucientes.

Un estallido de vapor inaguró el ritmo jubiloso del traqueteo del tren al amanecer.

Casi siempre pasaban las mismas personas pero con distinto rostro: Madres de los recientes quintos arropando a sus retoños, suspirando, intuyendo perderlos definitivamente cuando descubrieran la emigración. Las novias de los susodichos, jóvenes en flor que derramaban lagrimitas furtivas, con ojos ciegos y miradas postradas. Los de los propios soldados envueltos en un traje caqui de campaña, -emocionados y despiertos-, con el pelo al cero, las botas altas, aferrados a un deseo: para algunos salir de su pueblo y ver mundo; para otros acabar cuanto antes la faena, el simulacro de batalla y regresar a casa, al trabajo, a su novia, a sus letras.


Genaro se despide de Azucena
Marcelo de Bernarda
Teodoro de Paz
Carmina de Aurelio
Mercedes de Alterio

Marco el adiós con un silbido, me taladran con ojos abatidos, y  al fin cierro las puertas.

¡Acelera!, pienso, y rauda se enfila la máquina que arrastra los sueños tras una nube de  vapor.

Ella , veintitantas primaveras, melena castaña, lágrimas empapando el suelo, blusa corta blanca, finas piernas asomando sobre las tablillas de madera del asiento . Se acomoda en  un vagón solitario.

    -Señorita,¿a dónde va?-.Muestra un billete arrugado y húmedo, tomo un pañuelo y se lo paso, en vez de calmarse llora más.
Digo:
 - ¡Ahora vuelvo!.

Y regreso después de ticar todos los compartimentos , me siento a su lado, le hablo, me cuenta que sabe que la distancia será el final, la despedida del chico  que mudo  resta en el andén. Que le pesa la certeza entre el pecho y el costillar.

Me sorprendió el destino escondido en aquel trayecto, en mi pañuelo se encontraban escritas  sus iniciales,
y sin duda el viaje me deparó el cielo.


Este texto es mayo del 2009, escrito para un sábado literario, lo he respetado con ese ritmo tan peculiar sin tocarle "ni un  pelo" quizá por eso de ver la evolución. En cada texto aprendemos algo y continuamos camino.

viernes, 9 de abril de 2010

Círculo circunscrito



Se negaba a sí mismo, se escondía de sus impulsos más humanos tras el celibato de las palabras. Así, en vez de decir: ¡Bésame! ¡Déjame ser tuyo!, escribía una extensa lista de signos en los que incluía cadera o roce, y los ataba con hermosos hilos de metáforas indescifrables para nadie que no fuera él.


Se acostaba con su pensamiento y, al despertar, su cuerpo la reclamaba profundamente herido. Un día mandó imprimir el total de sus poemas dedicados a ella. Armándose de valor se acercó a su casa y, de paso, tomando el café le regaló aquel librito.


¿Qué esperó? Quizá que ella lo supiera para no tener que explicarlo, que le amara sin apenas haberlo visto.


La mujer le miró desconcertada, no sabía que escribía.


Él salió disparado ante el temor de que comenzara a leerle, allí mismo. Y la tortura de su templada voz amenazara las trincheras construidas durante años y penetrara como las balas silbando en su oído. ¡Moriría allí mismo, si ella le recitaba!


Mientras se daba la vuelta, Elena miró perpleja a aquel tipo; siempre igual, tan frío, tan lejano, tan rarito.


Una Guerra Civil, ¿ES NECESARIA?



El frío se calaba hasta los huesos, le pesaban las horas  de vigilia en la trinchera. A pocos metros de allí la línea enemiga se embutía en una nube de espesa niebla.
Esperaban un ataque en cualquier  momento, por eso bajo el casco gélido sus ojos escrutaban la oscuridad. Debía dar el alto al menor atisbo de movimiento, comprobó que el seguro de su fusil  se hallaba  suelto por si tuviera que disparar, y cantó una canción para sus adentros.

Bajo  el bolsillo de la camisa,
guardó apretada junto  al pecho  la foto de su familia: sus padres y su hermano Javier que justo ese día cumplía los  dieciséis.  Sonrió, sentía  el tacto de su nariz entre sus manos pues  jugaban  a  tirar de ella con frecuencia. Contemplaba el  pelo rubio, lacio, que  se le proyectaba  disparado  con   divertidos  torbellinos sobre la coronilla, y una mata que dejaba caer sobre sus ojos con aquellos  intensos gajos índigos. Un nudo se agarró  a  sus   tripas cuando le recordaba. Con dieciséis, seguramente a estas alturas le  habrían reclutado ya.

 Su  pueblo quedaba en la frontera de los bandos, de hecho algunos al estallar la guerra se mudaron  a los aledaños para evitar que los capturaran unos u otros.
 Luis  se alistó enfebrecido  el mismo día del anuncio de la contienda,  los himnos resonaban  festivos como panegíricos del perfecto soldado. Les trataron como a  héroes.  Creyó  que cumplía con su obligación.  Honor, pueblo, patria  y libertad  se  atornillaron aquel amanecer en su cabeza entre los efluvios del orujo recién destilado.

A las pocas jornadas  comenzó la guerra de verdad. A Fernando, su vecino le  fusilaron  frente al cementerio,  todos sabían la razón. ¡Pero ... si ese hombre no entendía de política, nunca  le gustó,  tampoco los abusos!  Su casa destacaba por su grandeza   en varios kilómetros alrededor, casi una mansión con aquel camino en la entrada donde  los álamos balanceaban   su sombra generosa. El  trato de Fernando destacaba  por su sencillez  y trabajaba como el que más. A menudo, al  columpiarse los primeros rayos por la ventana su silueta se coló franqueando la verja del portón . 
Esa misma noche también arrastraron de su hogar  a Pascual y al chico de la Encarna entre los gritos de ésta. Ésos, más pobres que las ratas. Nadie podía explicarse qué ocurría  realmente o por qué.

Les colocaron frente a la pared  sin juicio previo, sin juez, al amparo de la oscuridad con un pretexto banal dispararon a quemarropa después de  obligarles a cavar su propia tumba.

Así las horas del crepúsculo se convirtieron en  largos calvarios de sueño inconciliable, nadie podría jurarse a salvo de la envidia, del dedo acusador. Si golpeaban con los nudillos  una  puerta  bajo el manto de  la oscuridad, un  silencio sepulcral invadía la calle, ni siquiera los perros  osaban ladrar cuando el sonido de las botas se clavaba contundente  sobre los adoquines.

Las casas de los finados rápidamente fueron ocupadas, algunas destinadas a cuarteles de avituallamiento  y otras simplemente pasaban a ser propiedad de la familia o amigos de los mandamás.

Muchos  se echaron al monte, Luis  al principio no les comprendía,  aunque al parecer, del otro lado los rumores contaban que también se mataba  a sus paisanos para salvar a la patria, en nombre de la misma  libertad.
  Durante aquellos días, descubrió que no existía una sola verdad.  Los discursos no eran sino diatribas  que se esgrimían a modo de justificación.
La gente comenzo  a mirarse de reojo, con cuidado de fraternizar en secreto, nunca a  la vista  de los demás. Se formaron grupúsculos que alimentaban componendas acordes a sus estrategias.

Y por primera vez , a los dieciocho años  descubrió que existía otra dimension de las personas, de la vida que nunca imaginó. Entre la miseria reconoció sus caras y las verdaderas motivaciones de la intransigencia, el sabor amargo de la perversidad.

miércoles, 7 de abril de 2010

¡Hostia, qué soledad! ... Las cosas que encuentro


    En noviembre del año pasado arreció el frío, necesitábamos proveernos de un abrigo consistente. Yo recuperé una bufanda de borlitas como las que me ponía mi madre en la infancia ( entonces las odiaba) y una chamarra impermeabilizada con grasa de caballo, herencia familiar.

    Los domingos solían invitarme a comer en la “cerca” de unos amigos. Así se denominan aquí, en Extremadura, a las casas de campo; las casonas de más al norte, los caseríos, o los llamados cortijos en Andalucía.

   Desde el portalón de la finca se apreciaba el cielo de un índigo desguarnecido. Se resquebrajó como un cristal helado y comenzó a matizarse con algodonosas pinceladas rosas  tiñendo  el horizonte. Las longevas montañas se encabalgaban en la lejanía,  parecían desertar a paso lento e inequívoco a medida que caía el ocaso. 
   Ocurrió en las *postrimerías de la navidad. Uno de aquellos paseos invernales después de la comida me llevó hasta una  caseta donde un montón de pavos gloriosos gorgoteaban con júbilo “glup glup glup”, ajenos a su desafortunado destino. Lucían ese impresionante ropaje de acicaladas plumas  negras y adornos colorados por cresta. Desde entonces mi empeño no *cejó en sacarles una foto, una única foto  que certificara su paso efímero por este mundo. Una instantánea igual a la de la naturaleza que admiramos  y nos parece inmutable, aunque en el fondo todos sabemos que sólo es cuestión de tiempo y proseguimos con nuestra misma aptitud para que desaparezca.
   Lo intenté por todos los medios, pero aquellos señoritingos pavitos no se mostraron dispuestos a dejarse retratar, y pasó la navidad. Cuando regresé, la caseta yacía en un silencio desconsolado y donde antes reinaba la algarabía, el gélido enero limpió con sus perfiles blanquecinos los rastros de su paso.

   Por eso cuando descubrí este hermoso ejemplar  en el blog de Miguel Sánchez Robles recuperé la sonrisa del recuerdo y me dispuse a leer...                           

Mimí   
  
     
     ¡Hostia, qué soledad!

Éramos nueve en un bar alrededor de una mesa tomando muchos yintonic un domingo de junio a las ocho en punto de la tarde. Uno de ellos hablaba de que los pavos vuelan poco, vuelos cortos de cinco o seis metros y generalmente cuesta abajo. Él y yo sacamos el tema de los pavos negros, no sé por qué, pero el tema de los pavos negros salió. Yo le pregunté sobre cómo vuelan los pavos cuesta arriba, por qué no cuesta arriba. Le pregunté cuándo había tenido pavos, dónde, cómo era cuidar setenta pavos en Navares de crío y con pantalones cortos en invierno. Nos reíamos, él y yo, y era como estar aprendiendo algo, celebrando la vida o algo muy parecido a celebrar la vida. Hablar de pavos, de cómo vuelan los pavos y hacen la rueda, porque los pavos hacen muy bien la rueda, se engrifan y arrastran tensas las alas por el suelo. Ya no hay gente joven que sepa cómo hacen la rueda los pavos. Pero estábamos allí hablando de eso y me parecía hermoso y apropiado para un domingo por la tarde hablar de ese asunto bebiendo muchos yintonic. Los demás nos miraban un poco con pena o compasión o asquito. Se notaba mucho que no les gustaba el tema de los pavos negros. Entonces salió el tema fútbol. Ese fútbol de ahora que están jugando en un lugar de África. Y todos ellos, incluido el que había criado pavos negros de crío en Navares con pantalón corto hace cincuenta y dos años exactos, encontraron como una especie de resurrección en eso. Hablaban con mucho interés de que Estados Unidos se iba a clasificar y de que Italia no, o al revés. Hablaban de que Egipto le había metido dos goles a otro equipo. Hablaban de una cosa que se llamaba “gol aveland”, dijeron veinte o treinta veces esa palabra: “gol aveland”, “gol aveland”, “gol aveland”. ¡Hostia, cómo decían esa palabra! ¡Cómo decían se clasifica Italia, se clasifica Estados Unidos, se clasifica, se clasifica, se clasifica,…! Y me conmovía y asustaba lo poco que me importaba a mí todo eso: La clasificación, el fútbol, el “gol aveland”. Entonces sentí: ¡Hostia, qué soledad! Puse un interés especial por escucharlos y tratar de entender en qué radicaba la importancia, el interés, el atractivo vital de saber si se clasificaba Egipto, Italia, Estados Unidos o Brasil, y no entendía nada, no entendía nada, no entendía nada. Sólo pensaba, como nunca he sentido, como nunca he pensado: qué soledad, qué soledad, qué soledad. Y me acordé de ese mismo día por la mañana paseando por Murcia, Murcia vacía un domingo a las ocho de la mañana, recorriendo Murcia yo solo y, al pasar por una librería, en un escaparate enorme en que siempre hay un abanico amplio de eso que se llama “últimas novedades”, ver todo el escaparate, ¡todo!, ¡entero!, lleno del mismo libro, el mismo libro, el mismo libro, el último libro de la serie Milenium, ese libro que vendió doscientos o trescientos mil ejemplares la primera tarde que salió al mercado. ¡Habían quitado todos los demás libros! ¡No había ni un solo ejemplar de otro libro cualquiera! Todos los libros eran el mismo libro, el mismo libro, el mismo libro. Setenta u ochenta ejemplares del mismo libro puestos allí uno al lado de otro, como obscenamente repetidos y clonados, uno al lado de otro, uno al lado de otro, uno al lado de otro. Recuerdo que me pregunté solo y en voz alta a mí mismo, delante del escaparate, a las ocho de la mañana, como si el escaparate o yo estuviésemos uno de los dos loco: ¿Pero cómo en una librería pueden hacer una cosa así? Y también sentí: ¡Hostia, qué soledad, qué soledad, qué soledad! Como cuando paso canales en el televisor y me detengo a ver a Belén Esteban hablando de la comunión de su hija o Anne Igatirburu hablando de la casa de Cristiano Ronaldo. ¡Hostia qué soledad! Qué solos en realidad estamos algunos ante todo lo que ocurre y de la manera que ocurre en este mundo. Y qué solos también, aunque no se den cuenta, aunque no lo sepan ni lo vayan a saber nunca, están los que se interesan por el “gol aveland” y el último best sellers que proyecta la industria y la comunión de la hija de Belén Esteban y la futura casa de Cristiano Ronaldo. ¡Hostia, qué soledad! ¡Qué triste sensación de fuga mundi! ¡Qué ubicuidad de desierto! 
  
                                                                    

No cejar: Insistir
Desguarnecido: desvalido, desamparado, desprotegido.

martes, 6 de abril de 2010

¡Bragas, cuatro euros!

¡Bragas, cuatro euros!


La lluvia aguijonea el suelo adoquinado y me clava los dientes   como alfileres  en los brazos. Un polvillo ocre con restos de orín  salpica mis pies y penetra denso en mi olfato mientras me dirijo al centro de la ciudad, al mercado.  Dos calles principales confluyen cruzándose y  el traqueteo de los carros de bueyes  trasportando las vasijas de aceite, las de vino, renquea  atronando en mis oídos. Aún es de noche, el cielo está  agotado  y  se desgrana con fiereza sacudiendo lágrimas profanadas  que un  amo provoca inmisericorde.

 El collar de bronce  que llevo aprisionando mi cuello con el nombre de aquel que me compró,  hoy me pesa más que nunca. Sus tiras invisibles  marcan con latigazos mi espalda, fustigan mi mente lacerándola a cada momento con el sabor de sus abrazos ímpios. Me estrangula con sus manos metálicas, y  me señala como cualquiera de los objetos que llevo a vender.

 Naci  sierva, soy esclava desde el día en que me engendraron, ni siquiera con derecho a tener padre, sólo amo. Aunque fuera él, un patricio de  toga morada, (obtenida con  la sangre de miles de múrices en el taller), el  que en una plaza  igual a ésta compró  a mi madre, apenas trece años antes. Aunque fuera él, una noche como ésta  el que la forzara como a un perro. 

-¡No!, a sus perros no les haría tales cosas,¡como  a una esclava! 

Hoy no llevo vasijas para vender, ni togas de lino, ni stolas para cubrir el cabello de las  mujeres casadas, no llevo sandalias caligae para los soldados que necesitan que las tiras aferren sus pies durante la lucha.

Hoy soy yo el trofeo, el fruto de mi vientre encadenado  el que se expondrá  al latigazo del deseo de montones de ojos lascivos, a las ásperas refriegas de hombres libres con sus cuerpos nauseabundos.  
Lo sé porque en esta misma plaza, en el centro justo del imperio, se trafica con seres humanos.

Al fin he llegado a mi puesto:
                                              El mercado de esclavos.






Este título fue mi aportación a una experiencia de creación con el colectivo de los Sábados literarios. Todos escribimos un texto con él.

La casa abandonada



  "...El tío Pedrito después de nuestras múltiples travesuras  y  las de otros pequeños  exploradores  que rondaban aquellos pagos consiguió un perro guardián que lloraba desconsoladamente en su incipiente  casa solitaria. Nos produjo tanto dolor verlo allí abandonado que -era  un cachorro de piel canela, de ojos miel, de pelo suave y cortito- intentamos acercarnos todos los días para que disfrutara de compañía.  Si el  dueño supiera...

 Nos tiramos al suelo  y  él se mostraba expectante, le pusimos Rulfo porque apenas sabía ladrar y emitía un buf buf muy extraño. En nuestro primer encuentro aunque bufó exageradamente,  en realidad estaba muerto de miedo. Nuestras visitas se acompañaron de trozos de carne, parte de la merienda y  caricias. Aunque no solíamos demorarnos porque su dueño, hombre de costumbres imprevisibles, aparecía en cualquier momento.
   ¡La ultima caricia, eh! dijo Miguel, dejándose lamer la mano por aquella hermosota lengua rosada y ojos castaños.
Tiramos la bolsa del otro lado (la cantimplora de metal parecía la tierra achatada por los polos), un ruido sordo anunció su aterrizaje.
Escalamos la muralla con rapidez y del otro lado del sendero oteamos  al dueño abordando el comienzo.
De pronto me quedé sin aire, no podía bajar y el corazón latía con aplomo, las piernas no me respondían y el sudor se concentraba sobre mi frente.
 Miguel comenzó a gritar.
   -¿Pero qué haces? Baja, bajaaaaa.
Las manos se clavaron en lo alto del muro de ladrillo resitiéndose a soltarse. Mi amigo tuvo que venir a rescatar mis dedos para que pudiera saltar.
Avergonzada,  pasamos todo el camino  pedaleando con fiereza, yo delante. No me podía explicar por qué me quedé allí sujeta y no quería que pensara que era una cobarde.
 Cuando comprobamos que aquella ruta cada vez se desviaba más de la carretera y el sol ya no picó, decidimos regresar por temor a la noche. Para regar un huerto no se precisaban tantas horas.
Con el estómago engarruñado cambiamos el sentido de la marcha. Nos dolía todo, pero lo peor fue mi  orgullo. Me  lanzaron   de un mazo al pozo.

Caía el sol  dibujando fraguas de llamas rojas sobre el horizonte. Cuando alcanzamos los álamos se oía croar las ranas a lo lejos, y en el fango, al comienzo del trayecto la sombra inquieta de los árboles resultaba dantesca. La piel se ponía tensa y se erizaban los pelillos, las venas parecían grietas moradas  sobre las piernas y apretamos el paso con la respiración entrecortada.



   -¿No oyes? -.Un susurro de voz ronca me atravesó los oídos. Tan aspera me pareció que no reconocí en ella  a mi amigo. Un graznido y el batir de alas de los murciélagos en estampida lograron el resto, monté sobre la bicicleta y aunque pisaba agua salí yo también disparada, el barro se proyectó  hasta la cabeza, pero éste no era el momento de quedarme quieta. No miré atrás por si acaso alguno  de aquellos voladores  se convirtiera en vampiro, zumbaba el aire en la tibia oscuridad.

Nos presentamos  en casa en un tiempo récord bajo la luz chispeante de Venus  y la penetrante mirada marfil de la luna.

Razoné bien, se armó la marimorena, aunque en secreto  me alegré de me castigaran unos días sin salir para curarme las heridas.
Nos despedimos con un mustio y apesadumbrado adios, y sin querer mis ojos se posaron en el cuello de Miguelito para comprobar que no  lo habían mordido .
Aquella noche aseguré la ventana de mi cuarto, miré a la luna por si acaso desenmascaraba siluetas de alas negras y dormí con la cabeza bajo las sábanas.

domingo, 4 de abril de 2010

Pedigüeños


Un  vendaval dejó tras de sí la arena de la playa revuelta, proyectada contra las ventanas de  los coches formaba una película opaca y finísima. Los minúsculos granos se lanzaban, hirientes contra los transeúntes. Los pasos acelerados de sus zapatos, aquí  y las sandalias, allá, revolotearon sobre la plaza como palomas ansiosas.  Las conversaciones, de diferente calado, se levantaban en el aire lanzándose implacables como los granitos de arena.

Fuiste tu,
No, no lo hubiera hecho sino hubiera sido por ti.


¿Qué hacemos ahora con la hipoteca? ¿Renegociamos?
¿Cómo demonios vamos a afrontar el mes sin uno de los trabajos?

No podía verles, aunque me llegaran todos los ecos. Sus voces  tenían poderes, me laceraban los oídos.

Te quiero.
No, yo más.
No no no, yo mucho más a tí.

En ocasiones  me permitían flotar embelesado,  y otras me sumían en la más triste oscuridad cuando se arrojaban los trastos a la cabeza con encono, con saña, con palabras truculentas y dolor.

¡Uy! ¡Una moneda! Mi cestillo últimamente no recibe muchas dádivas, la solidaridad se guarda para épocas de abundancia.
 Le devuelvo una sonrisa de loco descarado. Es un niño, tendrá cinco años y me observa  radiante con un gesto de complicidad, luego vuelve junto a su madre. A veces pienso que sólo ellos logran verme entre el barrullo de la gente. Vivo en la más absoluta clandestinidad.

 Se supone que esta plaza es el mejor lugar para una recolecta caudalosa pero  he decidido que  migraré  para no escuchar tanta miseria.




 Seré pobré, estaré pasado de la olla, pero por  un euro no merece la pena sufrir  esta congoja, prefiero mudarme  a un rincon solitario.
Tumbado al sol en mi banco preferido no cambiaría su preocupación, su nerviosismo, su histeria y su tensión por este soleado palco de tacto rígido.


sábado, 3 de abril de 2010

Misterioso suceso en un acto político transcurrido durante un congreso secreto







Arropados por la noche y despojados de su identidad virtual acuden de una parte representantes de todos los partidos políticos, y de la otra una comisión de bases de los mismos. La reunión, ultra secreta, no desdice de cualquier trama de corrupción avenida en lo más íntimo de un próspero nido de amor.
La subcomisión de bases especula con que esta llamativa actuación de “buena fe” también acabará en agua de borrajas, idéntica a las anteriores legislaturas. El taquígrafo recoge las apuestas con un mutismo cómplice, las bolsas de basura en la puerta.
Se abre la comisión para investigar un hecho preocupante. Los representantes del pueblo temen esa dichosa frase que asola las paredes de Internet, las de los periódicos locales y sus respectivas sedes: “TODOS LOS POLÍTICOS SON IGUALES
¡Qué barbaridad!, comentan. ¡Qué desinformación! Y sus narices se expanden, se atoran en la pared , y como un muelle redundante regresan a meterse en la boca “pequeña, muy pequeña” con la que proponen tomar cartas en el asunto para combatir la baja fe del electorado. Entienden que con esto de la crisis la autoestima se haya tirado al suelo y pase que aún esté pataleando, pero la fe dice uno con su dedo índice elevado al cielo, nunca se debe perder.
Amén , responden al unísono el resto mientras se frotan las manos.
Sigamos después del café. Posan la tarta mientras dilucidan cómo abordar la corrupción en el tema urbanístico. Se divide en líneas impolutas a medias el pastel. A la mesa de las bases llegan atractivas migas expoliadas adornadas con un lazo, el aroma como una resaca, y alguna que otra invitación como reporte.
Con la boca llena de dulces promesas se propone un pacto para arremeter contra una gestión ineficaz de la prensa que provoca esa confusión inexplicable en el electorado. Se destituye a sus respectivas agencias de publicidad para retomar otras de similar connivencia.



Surge un acuerdo, único punto que sellarán los representantes y se expande nítido sobre la mesa aconsejados por las agencias de seguridad: Por primera vez deberán firmar con sangre, que se note una expresión de compromiso que conmueva al espectador.
Se encienden las cámaras y aparecen en la escena con el pulgar impregnado de una gota púrpura dispuestos a firmar “El Manifiesto” cuyo único punto asevera:
Juro y firmo con mi sangre apoyar este pacto conchabado por la gestión de la transparencia.
Y si no lo cumplo que desaparezca.


Uno a uno signaron el documento, la luz del amanecer se desparramó a través de las ventanas invadiendo la sala, cubrió todo el espacio. Al cabo de unas horas los guardias de seguridad alertados por el silencio contumaz entraron y descubrieron la inexplicable desaparición.

Goya el 16 de abril

Vuelve de nuevo "El sueño de la razón produce monstruos" Desde que lo descubrí me fascinó por ese lenguaje tan periodíst...