Tres caballos han atravesado las pilastras de la villa, escrito en una se lee: 1919 leguas a Roma, pero solo uno descabalga y avanza sin armas. Los siervos salen a recibir al viajero.
-¡Ave!
-¡Ave! Necesito ver al señor de la casa, dominus Aurelio.
El siervo mejor vestido lo observa con cautela, levanta una mano y dos guardias lo acompañan al interior de la vivienda. El olor de los nardos les guía, acceden a un patio de columnas marmóreas. En la estancia, hay además un estanque con carpas, un pequeño jardín y detrás una mesa. Entre la vegetación un hombre de unos treinta años con una hermosa túnica los observa entrar. De pronto, a varios metros de la mesa, los guardias se detienen cortando la marcha al viajero. Este saca de entre sus ropas un pergamino enrollado y lo entrega, intenta girarse, regresar pero estos -con un solo gesto- amagan el movimiento. El hombre de la túnica permanece de espaldas frente a la mesa cuando lo desenrolla.
¡Ave Aurelio!
Canta albricias pues está será mi última misiva. En breve zarparemos desde el puerto de Ostia, atravesaremos el mediterráneo, y en tres meses, si los vientos nos son propicios, me tendrás de vuelta en la casa de nuestros ancestros…¡Por fin volveremos a vernos, amigo, después de 20 años!
Aurelio no sigue leyendo, sus manos tiemblan, y toma asiento. Luego se levanta, se gira, y el viajero descubre la piel roja, igual a las carpas, y el sudor que cae profuso desde su frente. Cabizbajo, Aurelio murmura negando con la cabeza: ¡Tres meses es mucho tiempo! ¡Demasiado tiempo! Ahora su voz tiembla: ¡Que la tierra me sea leve!. A un movimiento de su dedo índice le acercan una tablilla con cera templada, toma el punzón y escribe:
¡Ave Marcus!
Te estaré esperando al pie de la calzada, lee las estelas.
Misivas en el tiempo
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