El nirvana
Un sol de justicia se impartió el primer día de colegio.
Nos presentamos a las diez en el patio, aseados, repeinados y bañados en colonia de escolar en bote a granel y con una tímida cartera que incluía un cuaderno y un estuche, no se precisaba más.
Jugamos una hora a pillar, al rescate, al balón, nos pusimos al día sobre las vacaciones. Lucía mi pichi rojo, y una blusa blanca de manga corta, veraniega. Por primera vez en mi vida comenzaba el cole con el pelo largo (media melena que fue lo más que conseguí de mi madre).
El aire se constriñó con el temido silbido de la directora de ceremonias. Podía ser bueno si en el reparto de clases te tocaba una con compañeros de otros años o podía ser terrible si te separaban de los amigos, así que nuestras caras, coloradas como tomates mostraban ojos de indecisión.
Formamos filas, nos agrupamos en función de las listas que una señorita leía demorándose en cada nombre y apellidos, muy despacio, despacitooooo.
Ya no estábamos tan guapos ni acicalados, a Elena el pelo se le salía de la coleta y con la mano sudorosa lo estiraba, a Luis parecía que las fieras le hubieran atacado los pantalones, algunos llevaban más tierra en los zapatos que polvo en el patio.
Dieron las doce en aquel redondo reloj que sonaba radiante y dilatado, como un gong metálico que volaba al sonar sobre las alas en uve de un pájaro... Me parecieron un mar de coronillas en fila india, algunas con quiriquis curiosos, indomables, quisquillosos, que en cuanto se desvanecían los efectos de la socorrida colonia “pega todo” volvían a decir ¡Aquí estoy yo! Gritones y orgullosos, fieros y avezados remolinos de pie con puño en alto, siempre en guardia.
La voz a través del megáfono se estiraba, se encogía, se dilaaaataba hasta que me llamó, ¿Me tocaba a mí? ¿Adonde? ¿Cómo? La voz silbaba, y yo la seguiría, así que levanté el pie, que se cayó, después mi brazo se derrumbó, el estuche también, y una madeja de ojos raros y hacinados parpadearon en torno a mí.
-¡¡Quitaos, quitaos!!
Oí lejos, cada vez más lejanos. Mis parpados cerraron como las trapas de las tiendas, ni siquiera los oí.
El sol se me pegaba a la piel, y la señorita me abofeteaba los oídos.
-¡Aire, aire! ¡Sáquenla de aquí!
Amagué con levantar los parpados, y los dejé caer por su propio peso, de pronto la brisa me acarició , y me encontré a un niño con un vaso de agua, ¡por fin! Contaba 8 años, como yo, el pelo muy fino y casi castaño claro, la naricilla regordeta, y la mitad de los dientes en reposición, como yo. El niqui gris y el pantalón claro, entre beis y … ese día Daniel y yo nos hicimos amigos. A mí me tocó el grupo D y a él el A.
Jugamos en los recreos siempre en el mismo equipo al rescate, y nos pegábamos, cómplices, con todo aquel que quisiera separarnos. Ese año las muñecas hacía tiempo que me aburrían y a él tampoco le interesaban para mi alegría.
Pasaron los cursos, y en sexto el destino nos separó sin remedio, Daniel se trasladó con su familia a vivir a otra ciudad, el trabajo de sus padres lo exigía , y aunque nos escribímos todas los días y mandábamos una carta a la semana, la necesidad del uno por el otro no se saciaba.
La tristeza minó por mucho tiempo mi carácter risueño y juguetón. Sus cartas se distanciaron, se dilató el periodo de recibo. Cuando comencé el instituto en mi vida no restaban posos aparentes de Daniel.
Cuatro años después comencé enfermería y con las clases por la mañana nos fueron introduciendo paulatinamente en las prácticas por las tardes, aunque en teoría hasta segundo no nos correspondía. En realidad, nos sacaban de excursión como polluelos, de uno en uno, a ver los bebés recién nacidos o para observar maquinaria y maniobras de sondaje, para que perdiéramos un poco el respeto que nos hacía temblar el pulso aún con las inyecciones de heparina. Hasta que una tarde nos tocó enfrentarnos cara a cara con el cáncer, y otra descubrimos como funcionaba una UCI, todos esos complicados aparatos que habíamos estudiado estaban allí, impresionaba y mucho el silencio y las caras de los familiares desgarrados por un dolor atroz.
En las chapas identificativas consta tu nombre, foto y el concepto de prácticas, pensé que alguien lo leyó y por eso me llamaban por mi nombre, pero los familiares se acaban de marchar. Quedábamos yo y otra alumna que hablaba con una enfermera.
No sé por qué me giré si sabía que ninguno de los enfermos podría ser.
Un muchacho lleno de moratones, completamente entubado y conectado a los monitores se debatía entre salir adelante o perderse en los corredores del silencio.
Volví a escucharlo, me llamaban a mí; su voz sonaba cascada, lejana, perdida y curiosamente me resultaba familiar. Me tocaron el hombro y brinqué, algo imperceptible pero brinqué por dentro, todo mi cuerpo se estremeció y a mi cerebro como una metralleta de disparos ineludibles le sacudieron aquellas imágenes. ¡Era él! ¡Sólo él podía decir mi nombre así!¡Sólo él podía mirarme desde arriba en aquel sillón del despacho de la directora, sólo él sabía lo de aquella pelea, sólo el sabía de aquel cofre donde aún guardaba nuestras fotos!¡Sólo el podía mirarme desde ese ángulo, sobre el techo de la habitación!
Entonces sentí la oscuridad invadiendo la sala como una culebra que se desliza sigilosa, al acecho, reptando entre los lechos de aquellos seres indefensos, como en un tirón inmediato del cordel de su vida, Daniel volvió a su cuerpo maltrecho.
La enfermera me comentó:
-¡Es tan joven, casi un niño!
Aproveché y pregunté
-¿Qué ocurrió?
-Un accidente-, me dijo, y asentí.
Cuando salimos fuera le inquirí sobre las posibilidades que tenía de recuperación y su voz se rasgó afectada, bajó los ojos y dejó escurrirse las palabras:
-Nada, se espera el desenlace en cualquier momento.
Sorteé la ciudad en un tiempo récord hasta alcanzar mi casa, abrí aquel cofre pequeñito con el papel bullicioso pintado y lleno de piratas, que conservaba desde aquellas horas tan remotas de mi infancia. Y saqué nuestras fotos.
Aquella noche cerrada recobré la ansiedad por la distancia mantenida durante tantos años, recobré aquel deseo perentorio de estar a su lado y me juré a mi misma que no volveríamos a separarnos.
Me tendí en la cama y me relajé inspirando intensamente, expulsaba el aire por la boca, muy despacio, mi cuerpo se fue transformando en un bloque de cemento sin fuerza ni para mover un dedo y mi mente se proyectó lentamente al contacto de su caricia blanquecina en mi mano.
-Te estaba esperando-, me dijo Daniel, -sabía que tu si me oirías.
El cuadro es de Antonio López García , el de la niña.
Y la foto de la mujer de Man Ray-3