La oscuridad me abofeteó en la entrada y luego bruscamente me absorbió. No pretendía avanzar, me atemorizaba el miedo a un tropiezo; la corriente gélida se adosaba a mí y percibí los cristales como agujas pinchándome.
Una mano furiosa golpeó mi espalda impeliéndome al centro de la sala; al menos eso pensé durante un eterno ... segundo, creí que me encontraba sola en el lóbrego cubículo. Arrastraba como un pesado bagaje mis remordimientos, mis dolores, mis ausencias, mis insatisfacciones, y un largo etcétera. que embardunarían las paredes de la estancia con sus palabras tatuadas como poemas por toda mi piel.
Noté una respiración, se acercó robándome impúdico mi espacio vital; y de pronto tomé conciencia: el aposento que sospeché propio hallábase repleto de seres atormentados, dolidos, sedientos, apaleados, trasmutados y escocidos por la vida...
¡Igual que yo! Tanto así que el olor de la transpiración saturó mi olfato, el tacto de sus cuerpos se apiló junto al mío sin dejar un angustioso milímetro de distancia, sus gemidos resquebrajaban mis tímpanos.
En aquella cámara oscura morábamos miles de almas, miles de cuerpos apretujados, atenazados por afiladas estacas, sudorosos y agotados por el esfuerzo de intentar vivir siendo uno mismo.
La foto es de Gustavo Calle Gracey