Cuento de Navidad
La luz se cuela entre bastidores, dedos inquietos indagan en la tapa del contenedor.
Un maullido araña el plástico duro de la noche.
¡El camión de la basura! Son las cinco y este nuestra alarma despertadora.
En una hora escasa el caminar de los zapatos heridos aún por la madrugada se lanzará en picado a la boca del metro.
La culebra se gira nerviosa en la botella, la acaricio y se calma. Las llamas naranjas se adentran en la cueva entre el olor a basura y a cartones húmedos tapados con plástico, me estiro las medias, primero abajo y luego arriba. Después me repongo los guantes, aún así continúo teniendo frío. Busco el cuerpo de Fermín entre los abrigos y me aferro. No le oigo roncar, me levanto a gatas, alarmada, y tiro de sus ropas, no se altera. ¿Tanto ha bebido?
Dos golpes escuetos y el cajón vuelve a su sitio vacío, el ronroneo de la luz naranja se aleja, me deja a oscuras con la soledad. Fermín se ha ido, no necesito tomarle el pulso, la funesta certeza se convierte en un silencio impenetrable y por más que escudriño no veo nada, la ciudad se ha quedado en silencio, demasiado silencio.
La serpiente sale de la botella, desencaja su mandíbula y me dice
¡Bebe!
Las cucarachas suben por las alcantarillas y cuando llegan a mi me incitan:
¡Bebe! ¡Bebe! ¡Bebe!
Las culebrillas se apoderan de mis manos temblorosas, y me agito, intento quitarlas. Fermín se ha ido, no es momento para que vuelvan, las chillo para espantarlas pero me muerden, me muerden, me muerden. Clavan sus agujas en la piel y me inoculan la sed.
El ruido es inaguantable, y aún así destaca la sirena
-¡Fermín, levanta! Hay que hacer el petate, que ya vienen los pesados.
-¡Feliz Navidad!-, se oye.
-¡Mierda! ¡Me lo he hecho encima! ¡Fermín! Vamos, que ya sabes lo que ocurre si nos pillan.
Las punteras asaltan el hall de nuestro itinerante hogar.
-¡Buenas! La linterna me ciega
-¡Fermíiiin! Tiro de su abrigo mientras permanezco inclinada, no responde, de pronto una sensación vaga se vuelve patente. Un mordisco de hielo me sube hasta la garganta.
El agente lo enfoca, las pupilas vidriosas, la mirada perdida, la boca desencajada.
Las luces naranjas regresaron, yo quería ir con él, pero no me lo permitieron. Se alejaron aullando y nuestro techo cayó desmantelado. He preguntado si puedo verle, el agente me mira, todos llevan guantes y mascarillas.
Estoy despierta, los laberintos de la memoria juegan. No sé qué día, uno como hoy, llegaron también los azules y se sentaron en el salón, yo también me senté.
Hablaron de los cristales rotos, la carretera, y no lo volví a ver.
Por primera vez en mi vida me acerqué al mueble bar y volqué la botella sin mirar, sin hielo, sin coca-cola. Me abrasó pero no dolía tanto como la noticia que me acababan de dar.
Y ya no lo dejé, no ha vuelto a ser Navidad.
Me han bañado en una sala blanca de baldosas grandes y suelo rugoso, les he voceado que yo no lo necesito. Las culebrillas corrían por el agua, he pasado mucho miedo, luego me han cortado el pelo sujetándome la cabeza. No sé que me dieron, estoy aturdida, alelada. No me han dejado ninguna botella.
Cabeceo sobre la silla y despierto. Ahí está el, el pelo rizado y la tez morena, los ojos brillantes como el azabache, igual que Javier cuando se fue, acababa de cumplir los treinta. Tamborilea los dedos sobre la mesa mientras mira una pantalla.
Sonríe y se me parte el alma.
Grito con todas las fuerzas: - ¡Sáquenme de aquí!
La luz me ataca proyectándose sobre mis ojos, con la mano consigo sombra sobre mi frente. ¡Mejor! ¡Si pudiera bajar también el volumen de los ruídos!
El me mira impasible y habla muy despacio, con mucha calma, dos mozos de pijama blanco se han colocado detrás de mí.
-Necesitamos que nos hable de Fermín.
-¿Fermín? -. digiero. ¡Ah, Fermín!
Me siento, el joven asiente y escucha.
-Lo conocí en la calle.
-¿Sabe su apellido?
-¿Fernández? ¿Suárez?-. Mi cabeza se volvió espesa, no quería recordar y poco a poco lo relegué todo, las caras de mis amigos ..., pero no pude olvidar quién era Javier, y en cada muchacho, en cada coche encontraba un Javier que me miraba con ojos de niño, que se iba a matar, y yo me tiraba sobre el capó para salvarlo día tras día, anochecer tras anochecer.
-¡Javier!
-¿Perdón? Se ha acercado para oírme, la voz sale con dificultad.
-No, nada
-¿Quién es Javier?
-Era-. Han pasado ocho años
El joven se acomoda y junta las manos.
-Le diré lo que haremos, la curaremos, se pondrá bien.
No puedo evitarlo; me río, me río con todas las ganas, y al final mi risa estruendosa se rompe de pena.
-¿Para qué?
-¿Para qué? Se lo digo mientras me levanto con poses de reina, y le dejo allí, me acompañan los enfermeros.
Al alcanzar la puerta me giro y le sacudo con un:
-No vuelva a decirme ¡Feliz Navidad!